sábado, agosto 05, 2006

Carlitos y Estados Unidos


Santiago Rocangliolo para El Boomeran(g)

Cuando era niño, Lima me parecía horrible. Había bombas y apagones. No podías salir por la calle tranquilamente. Todos los niños de mi edad estaba obsesionados con el sexo y yo ni siquiera sabía qué era eso. Todos jugaban fútbol y a mí me daba miedo. Solía encerrarme a leer en mi cuarto y olvidarme del mundo. Me consideraba más inteligente que los demás, y atribuía a ello mi incapacidad para relacionarme. Hasta que llegó Carlitos.
A Carlitos lo trajo su mamá de la mano una tarde. Había visto que yo vivía en el edificio, y creía que podríamos ser amigos. Me había visto llevar libros, y consideraba que yo debía ser un chico decente. No sé si tenía razón, pero Carlitos y yo nos hicimos amigos rápidamente. Supongo que me hacía falta hablar con un ser humano.
El padre de Carlitos era almirante de la Marina, y la familia había pasado una temporada en la base americana de Naples. Desde entonces, eran fanáticos de los Estados Unidos. Todo lo que viniera de allá les gustaba. Carlitos tenía hasta guantes de béisbol que nadie sabía usar. Y su madre, cuando algo le parecía muy moderno, solía decir que era “como allá”. “Allá” significaba América, el paraíso. Comparaban todo lo peruano con “allá” y lo despreciaban. También el padre tenía esa afición. Llegaba a la casa, bajaba del auto escoltado por dos camionetas de seguridad con cristales polarizados y le decía a Carlitos:
–Hey Paul, did you do your homework?
–Yes, dad –respondía mi amigo. Nunca los escuché hablar en castellano.
Por supuesto, el hermano mayor de Carlitos fue enviado a estudiar a EEUU. Carlitos siempre hablaba de lo bien que le iba, de cómo se divertía, de todo lo que se compraba allá. Pero tres años después, cuando el hermano regresó, había perdido por lo menos diez kilos. Por entonces, éramos ya unos adolescentes, y al hermano le gustaba alardear de sus juergas en EEUU. Decía que mucha gente se pasaba la vida estudiando y trabajando, pero que él se había farreado cada minuto de los últimos años, y eso lo hacía sentirse satisfecho con su vida.
Meses después, el hermano fue preso. Lo capturaron cuando intentaba pasar cocaína hacia Miami. En atención a su padre el almirante, consiguió una celda especial en el presidio. Murió de SIDA ahí mismo un año después.
Según la cadena de mando, el padre de Carlitos estaba destinado a ser comandante general de la Marina. Su hoja de servicios era impecable, y había hecho una carrera brillante. Pero el gobierno truncó sus planes: se saltó a su promoción para poner a una más afín a sus propósitos. Súbita e injustamente, el papá de Carlitos se encontró en el retiro.
Por supuesto, viajó a Estados Unidos para ver si conseguía un lugar ahí, en alguna escuela naval. Pero estaba acostumbrado a sus honores militares y su estatuto semi diplomático. Esta vez, en cambio, en Houston lo detuvieron y revisaron. Quizá porque llevaba el apellido de su hijo, o quizá por el acoso que los americanos empezaban a hacerle a los militares fujimoristas. No se sabe. El caso es que lo tuvieron cuatro horas en una oficina del aeropuerto, la experiencia más humillante a la que se había sometido. Al final se embarcó en el siguiente vuelo a Miami para regresar, pero su corazón no resistió la experiencia. Murió durante la escala.
Hoy he pasado por la antigua casa de Carlitos, que ha sido reformada y ampliada. Pero mi viejo amigo ya no vive ahí. Me han dicho que está en Carolina del Norte, trabajando para un canal de televisión hispano. Su madre también vive ahí, o más bien, “allá”. Parece que está contenta, al fin.